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Carta de despedida

Actualizado: 5 jul

Es bastante fácil criticar los errores ajenos pero pareciera imposible reconocer los aciertos. Toda una vida la juzgué sin reparo alguno, culpándola de todos los males que me acongojaban, como si fuese su propia mano la que me fustigaba incansablemente. No hay dolor que no adjudicara a su mera existencia. No hay tristeza que no fuese culpa suya.


La conocí a muy temprana edad, cuando el mundo no hace sentido y desconoces la maldad que habita en el corazón de las personas. “Hola, pequeño. Me puedes decir Sol”. Nunca me agradó hablar con extraños, ni siquiera me agrada hablar con conocidos, ¿por qué la gente cree que puede llegar y formar parte de tu vida así como así?, ¿inmiscuirse en tus recuerdos?, ¿contagiarte patrones comportamentales, sentimentales y costumbres? A pesar de mis deseos y convicciones, ella había llegado a mi vida, y un niño de cuatro años no tiene poder en las decisiones que moldean su destino.


Odiaba pasar tiempo con ella, cada minuto a su lado era un minuto que no compartía con quienes realmente quería; su simple presencia me hacía reventar en cólera. “¿Por qué otra vez estás aquí? ¿No tienes alguien más a quién molestar? Nadie te quiere”. La inocencia infantil nos ciega a lo desgarradoras y lacerantes que pueden llegar a ser nuestras palabras. No hay filtros. No hay empatía. No hay un sentimiento de comunidad el cual procurar. “Ojalá nunca volviera a verte. Te odio”.


Los años pasaron, y claro que la seguí viendo. Pronto me acostumbré a soportarla diariamente. Mi relación hacia ella era como la piedra en el zapato que puede esperar a la casa porque no es lo suficientemente grande ni molesta como para descalzarte a mitad del callejón. Sin pensarlo mucho, se convirtió no solo en parte sino en un eje central de mi rutina.


Ahora, soy un adulto, y no concibo mis días sin la sofocante atmósfera que la rodea ni la pesadez que acompaña a sus gestos y palabras. Ella es tan parte de mí como el sistema respiratorio que me mantiene vivo o la necesidad de criticar aquello en lo que no creo. Mi mente dejó de ser un lugar privado, pues todo lo que hago, digo y pienso son sus actos, sus palabras y sus pensamientos. Se ha logrado meter en mi cabeza, y no hay forma de sacarla.


O eso creía. Este es el adiós, Sol. Nunca te quise, a pesar de ser la única a mi lado. Nunca te acepté, a pesar de siempre haberme extendido la mano. Nunca fuiste lo que esperaba, y no tenías por qué serlo. Tras décadas de rechazo, de odio, de insultos, de empujos y de pataleos, hoy te abrazo, hoy te respeto, hoy te amo. Te amo, sí, pero también debo partir, porque tu compañía es sinónimo de tortura. Te amo por costumbre. Te amo por falta de alternativas. Te amo porque aprendí que no hay amor sin dolor. Te amo, Sol, mi Soledad. Te amo pero debo despedirme; me despido de ti y de este mundo. Ve y acompaña a alguien más, a alguien que se vea tan solitario como lo fui aquel día en el que me conociste. Hazle compañía y cuéntale de mí. Mantén vivo mi recuerdo.

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