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El alba

[Nota preliminar: este cuento era, en un principio, el capítulo segundo de una novela que jamás terminé. Aquella obra inconclusa se titulaba La última novela y debe estar arrumbada, junto con muchos otros proyectos fallidos, en una caja.]


El sueño es recurrente. Llega siempre en las altas horas de la noche, en medio del silencio, cuando nadie en su sano juicio quiere despertarse. El silencio entonces me parece insoportable y enciendo la televisión para que me arrulle. El sueño del que les hablo pertenece a esa clase de sueños horrorosos, aunque no podría llamarlo pesadilla; es más bien un sueño turbulento… Despierto sudando, empapado, y me late fuerte el corazón, como si acabara de correr un maratón. Comienza así:


Un bar en penumbras, como todos los bares mexicanos, como todas las tabernas del mundo en la madrugada. Algunas luces tenues caen en los lugares más variados del salón, a veces en el suelo, a veces en el vidrio oscuro de una botella, a veces en el rostro de un comensal cualquiera, como si estuviéramos debajo de un árbol, al amparo de su sombra. Por eso en mi sueño el rincón olvidado en donde estamos se llama El Árbol Bar, aunque en el mundo de la vigilia es un nombre pésimo para un club nocturno. Y ahí estamos, Aurora y yo, despojados de secretos, confundidos en la espesura de otros cuerpos agitados y sudorosos, envueltos por la música elevada de volumen, perdidos en un punto de la noche, o peor, perdidos en el centro del cosmos infinito. Conversamos a gritos, casi, y se vuelve más fácil decirnos la verdad. Es irónico, nos decimos verdades a gritos que nadie escucha. Aurora y yo bebemos la quinta cerveza de la noche, algo mareados. Las palabras se nos resbalan de la boca. Sus labios están húmedos y en mi lengua agonizan las últimas burbujas de la cerveza. No la beso. No quiero. Me conformo con el rastro de labial que queda en el filtro del cigarrillo que nos vamos turnando. Para entonces ya nos hemos dicho todo lo decible, en esos momentos las palabras sobrarían. Silenciosos, aprovecho para ver a detalle la choza de mala muerte en donde nos hemos metido, en esta improvisada capilla donde hemos venido a confesarnos. Aquí vienen viejos gordos a manosear meseras ya maduras. Les pagan la cuenta, los tragos, las quesadillas de pescado maloliente y las sientan en sus piernas… Aquí no pueden encontrarnos. Eso lo sabemos muy bien Aurora y yo. Por eso nos reímos a carcajadas y a salvo. Entonces Aurora me cuenta los pormenores de su último día de trabajo: le entregó a su patrón el gafete con su fotografía y las llaves y luego dijo adiós. El jefe le rogó que se quedara, por lo menos, hasta el final de la semana, pero Aurora ya no contestó, dijo gracias y se fue y el patrón se quedó inmóvil, en su silla, viéndola partir, como diciendo “pobrecita estúpida, ya volverá”. Yo la escucho sin opinar y en el cenicero extingo lo que queda del cigarro. Es hora de irnos. Le ofrezco mi mano y Aurora se levanta. El bar, de pronto, apaga sus luces. Silencio. Nadie sabe qué sucede. Las luces se encienden de nuevo y suena una salsa. Todos gritan. Galy Galiano, La cita. El bar estalla: hombres y mujeres sacan a relucir sus mejores pasos de baile. Siento la mano de Aurora arrastrándome a la pista y yo no hago más que dejarme llevar. No sé bailar, pero es mi sueño y la gravedad se anula. Mis pies ligeros se acoplan a los pasos de Aurora. Veo mi cuerpo sacudirse como una serpiente y siento la fluidez del baile. No voy a besarla. Quiero seguir bailando como un dios o como si John Travolta supiera de ritmos latinos. Hasta este punto del sueño aún no sospecho que es un sueño. La victoria me va sabiendo a miel pero Aurora no me pertenece todavía. Cuando ya se ve muy agitada, sudada, me pide que nos vayamos. Ahora sí que Aurora es mía, o tal vez no, pero conforme nos acercamos a la salida y pide el taxi la voy sintiendo más mía. Cruzamos la ciudad en la madrugada, a toda prisa, una ciudad sin nadie, oscura. Lo hemos decidido. Esa noche no volveremos a casa. Renunciamos a la ciudad y en ella a nuestras vidas. Escaparemos a Tepic o a Campeche o a Mérida o a Tuxtla, da igual, porque a la semana tomaremos un vuelo a Chile. Y fuera de México ya nadie podrá encontrarnos. Entonces yo me llamaré Hernán y no Gustavo, y Aurora será Vanesa… Me agarra la mano. Tiene miedo. Aurora sabe de un motel reducido y discreto y reservó una habitación hasta las 12 de la tarde. Nos recibe una cama pequeña, una puerta con seguro, regadera y varios espejos alargados. Huele a limpio. Nos recostamos, algo ebrios. Tiene miedo. No encendí la televisión ni las luces ni pienso dormir por si escucho pasos afuera. “¿Y si nos encuentran?”, la voz le tiembla. Aquí nadie puede encontrarnos, respondo. “¿Y si sí?”. La voz le tiembla y quiere llorar. Los dos pensamos, ella en su novio y yo en mi amigo, que resulta ser la misma persona. Lo vamos a dejar en México con el corazón partido. Caín fue más piadoso con su hermano, es verdad. Aurora llora y entonces sí que la beso. Al mismo tiempo se desata una lluvia con relámpagos. Casi morimos asfixiados de un beso largo. Es la primera vez que la beso y lo hago con fuerza. Se aferra a mí, como si el alma se le escapara al infierno, no me suelta. Un relámpago entra y las ventanas se sacuden por el trueno. Nos sentimos desgraciados, pero ya no hay llanto y eso es buen síntoma. Aquí es cuando comienzo a despertarme. Mi sueño comienza a deconstruirse. Primero se evapora El Árbol Bar con todas sus meseras y sus sillas y sus botellas y sus clientes. Luego la calle por donde llegamos, toda la larga planicie de asfalto, con sus topes y sus baches y sus alcantarillas. Empieza a desmoronarse la ciudad entera, pieza por pieza, como si estuviera hecha de legos. Hay un agujero colosal, negro, por donde se escurre mi sueño. ¿A dónde se marchan los sueños en el alba? El cuarto de motel donde estamos apenas se sostiene. Tambalea. La habitación barata ha quedado suspendida en un vacío, como en un cosmos infinito sin estrellas. Ya no llueve ni hay ruido. Aurora y yo nos miramos, asustados. Ladrillo por ladrillo la habitación se desintegra. No. Aún me queda algo de tiempo, debo ser rápido. Una pared se borra, puedo ver la nada. Le doy la vuelta. Justo cuando estoy por levantar su vestido, despierto. Comprendo al fin: no se puede soñar lo que no se conoce. Sentado en mi cama, bañado en sudor, me avergüenza la dureza de mi pene. Pero me siento vagamente dichoso, para un fracasado como yo estos sueños lastimosos saben a imposible paraíso. Son las cuatro con dieciséis de la mañana. Para volver a dormirme trato de pensar en los deberes de mañana: primero bañar a Cheto, luego pagar la luz y el internet y pasar a la tintorería por el esmoquin. A las cinco de la tarde se casa Aurora, soy padrino de anillos y no puedo faltar.

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