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La mirada omnipresente



Todas las mañanas viajo en transporte público a la universidad, y he llegado a la conclusión de que existen pocos escenarios tan pasivos como el del pasajero: observas la cotidianidad sin que se percate de tu presencia, analizas la marginalidad sin que se aflija por su naturaleza, adivinas los pensamientos de la sociedad sin que diga palabra alguna. Los noventa y cinco minutos diarios que necesito para completar el trayecto son más un ejercicio de introspección, de autoconocimiento, que un despilfarro temporal al cual vivir en la periferia me ha condenado.


Aprendo de los errores ajenos: peleas conyugales, indiferencia paternal, lascivia pública, salvajismo infundado, desilusiones pronosticadas, corruptelas habituales, palabras no dichas y abrazos no dados. Un vidrio de un par de centímetros de grosor me permite ser el ojo que todo lo ve en vez de ser el objeto que lucha por sobrevivir en un ambiente hostil y aparentemente creado con el único propósito de su hundimiento. Disfruto del poder que me concede el ser un espectador: conocer las consecuencias a las que se enfrentará el protagonista en el siguiente acto, empaparme de las emociones que los intérpretes viven a flor de piel y descubrir los secretos y los motivos que aquellos personajes inverosímiles pero palpablemente reales intentan ahogar en un mar de apariencias y ficciones. Admiro con curiosidad la estructura mental de estos héroes y villanos y tímidamente fisgoneo en aquello que solamente dejan ver a quienes nada saben de sus historias. Con esmero y diligencia escucho la poesía urbana que emana de sus corazones e idolatro la danza cívica que torpe pero enternecedoramente surge de sus pueriles e ingenuos pasos. A veces, escenas majestuosas, dignas de las más bellas odas y alabanzas, y otras, tan desconsoladoras como el león que ignora su poder tras haber pasado una vida en cautiverio. Acciones desinteresadas y duelos inenarrables: la sinfonía de lo rutinario posee una belleza peculiar solamente disponible al oído entrenado.


Conforme me acerco a mi destino, absorbo con aún mayor presura todo lo que mi vista alcanza a capturar, pues temo el momento en el que paso de saber a ser sabido, de adorar a ser adorado, de acechar a ser acechado. Los componentes en la atmósfera personal transmutan rápidamente de fascinación inocente y deleite efusivo a añoranza precipitada y nostalgia irreflexiva, como si se tratase del mismísimo sueño eterno, y ¿acaso no lo es? He olvidado la persona que fui antes de este momento, al igual que la persona que alguna vez planeé ser. No existe algo fuera del momento presente, prueba de ello es el palpitar furibundo que me impide respirar con naturalidad: cada parte de mi ser comprende que el fin está cerca.


Inevitablemente, y con todo el pesar de mi corazón, alcanzo el objetivo que en una vida pasada me impuse, no sin antes haberme resquebrajado de pies a cabeza intentando detener el tiempo y eludir lo ineludible, aunque fuera por tan solo unos segundos. Toco el timbre del camión, el cual emite un sonido vulgar pero cómico, y conforme bajo los escalones, me dispongo a comenzar una vida que me es ajena; me alisto para volver a nacer.

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