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El día y la noche jamás coincidirán

Desde el albor de aquel fenómeno antinatural, todo se hallaba envuelto en una fina pero inconveniente capa de confusión y ambigüedad. La noche, perdida y sin rumbo, zigzagueaba vacilante en un laberinto de espinas y mentiras; el día, en cambio, atravesaba decidido la infertilidad de desiertos inhóspitos y sofocantes. Los deseos quedaban relegados al mundo onírico y el devaneo se convirtió en legislación y mandato. Procurar el bienestar mutuo, consigna cuasi religiosa en aquellos lugares que hacen sentido, simulaba ser pero sucumbía ante la realidad misma: el egoísmo siempre es la distancia más corta.


Conforme los días se convierten en semanas, las semanas en meses y los meses en años, la belleza transmuta en deformidad, lo virtuoso deviene inoperante y hasta el cariño más impoluto evoluciona en fatiga insostenible. Sin embargo, en este caso tan particular y perverso, ni la vileza ni la crueldad aspiraron a trastocar su esencia en lo más mínimo, incluso extendieron su poderío y dominio sobre aquel corazón noble y generoso que tuvo el infortunio de quedar aprisionado en las telarañas del jorōgumo.


Letras, palabras e ideas fraudulentas absorbieron gota a gota la vitalidad característica del embeleso, apagando la mirada, escondiendo la sonrisa, secando las lágrimas derramadas. Ahora todo es apariencia, fantasía, narrativa pura. Aprendemos tarde que el dolor y la tristeza tienden a ahuyentar los espejismos. Los límites solamente se alcanzan impulsados por el hartazgo y el hastío. Así, llega el día en el que la Luna deja de perseguir al Sol y busca el sendero propio, aunque eso signifique perderse en la inmensidad del espacio y jamás volver.


Es en este punto en donde comienza nuestro relato, en el final.


Pero ¿final para quién? Es el final de una historia compartida, pero el inicio de dos nuevas, independientes y aisladas. Se abre un mundo de posibilidades. Pero… ¿y si los protagonistas desconocen cómo bailar en soledad?, ¿cómo alumbrar el camino en las noches más oscuras sin ayuda del quinqué que acostumbraban cargar?, ¿cómo apreciar la elegancia en los detalles si los detalles mismos cesan de existir? Quizá Aristófanes tenía razón, y no somos más que mitades dispersas y desesperadas por regresar a nuestra naturaleza primigenia.


Independientemente de aquello que deseamos, los desenlaces ocurren, las flores se marchitan y las estrellas dejan de brillar, porque incluso la eternidad sabe que algún día será visitada por la muerte. Con bastante frecuencia, nos aferramos a la poesía, a la música y a la danza, sintiéndonos infinitos, creyéndonos atemporales; nos empeñamos en planes, bosquejos y maquinaciones porque creemos que tenemos derecho a conseguir la felicidad: en nuestro mundo interno, somos la conquista y la pulcritud, la benevolencia y la probidad. Vaya oxímoron: nada subjetivo es objetivo.


Así, termina todo lo que comienza: con los cuerpos celestes separándose, sin pretensión alguna de volver a cruzar destinos, consumidos por el cansancio de las riñas sinfín y descorazonados por las expectativas sin cumplir. Desde entonces, el Sol no ha vuelto a ver a la Luna, a pesar de ser su único anhelo.

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