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La resolución divina

A manera de karma celestial, hubo un día en el que los dioses se encontraban desagradablemente aburridos y decidieron sancionar a los humanos y sus simpáticos sentimientos; esto como consecuencia de la soberbia y la prepotencia que habían llegado a caracterizarlos. Durga, una deidad representativa del continente asiático, pronunció: “Estas criaturas rebosantes de orgullo, egoísmo y mentiras han olvidado sus raíces; vagan por las tierras que gozosamente les hemos ofrecido, asumiéndolas como propias, pudriéndolas y aniquilándolas en el proceso. Algo tendremos que hacer al respecto”. Coatlicue, imbuida en las siempre eternas aguas de la vida y la muerte, replicó: “Es correcto, pero no son más que infantes que padecen la ignorancia y el desconocimiento. ¿Acaso está en nosotros castigar la ineptitud ajena? Ante ellos, somos dioses, y debemos comportarnos como tales”. Odín, uno de los favoritos de los humanos, respondió con su particular barbarie: “Como seres superiores, estamos obligados a impartir justicia a lo largo y ancho del universo menor. Si estos animales codiciosos y egocentristas continúan comportándose de manera irreflexiva, ocasionarán conflictos que amenazan el balance no solo de su pequeño universo, sino de la existencia misma. Tal imprudencia no merece menos que la muerte”. Dado que los dioses eran seres inteligentes, decidieron dialogar larga y tendidamente hasta que todos hubieran expresado su pensar. En un principio, había dos bandos claramente diferenciados: quienes anteponían la seguridad del cosmos sobre la miserable vida humana y pretendían erradicar lo que se llegó a convertir en una plaga y quienes noblemente protegían hasta la mínima manifestación de sensibilidad, aunque eso implicase abogar por psicópatas y depravados. Eventualmente, la unanimidad cedió en el punto medio: un escarmiento aleccionador que posibilitara la claridad de pensamiento y la evolución de la conciencia, y así fue.


Con el nacimiento del nuevo día, todo mortal experimentó hasta el más mínimo gramo de sufrimiento que había ocasionado en otro ser sintiente. Los dioses no eran malévolos ni desmedidos, así que aquellas bolsas de carne, líquido y huesos también disfrutaban de todo el amor que llegaron a dar; sin embargo, eran pocos los especímenes que habían amado más de lo que habían odiado, y el panorama general era el de una especie entera en agonía. Hubo niños que despertaron arrepentidos por haber pateado perros, quemado hormigas, mutilado plantas, jalado trenzas e insultado profesoras; la gran mayoría de ancianos lloraron ante la falta de empatía que tuvieron con sus esposas, muchas de ellas ya difuntas; los racistas comprendieron que algo tan insignificante como el color de la piel no influía en las capacidades y los clasistas reconocieron que las oportunidades jamás fueron parejas; muchos hombres lloriquearon en público por primera vez, recordando todos aquellos sentimientos acumulados que lentamente se transformaron en rabia insensata; muchas mujeres lamentaron haber agredido a sus crías desbordadas por la exasperación y la falta de ayuda; los alcohólicos se agraviaron por las injurias irresponsables, los golpes inmerecidos y los arrebatos infantiles solamente justificados por la egolatría y el narcisismo. El mundo entero se detuvo entre lágrimas y gimoteos, todos completamente merecidos, pues no hubo persona alguna que no recibiera aquello que había dado.


A esta conmovedora escena siguieron súplicas, ruegos y plegarias: adolescentes pidiendo el perdón de sus progenitores, a la vez que estos últimos imploraban al cielo con la absolución en mente, jerarcas empresariales cediendo ante los derechos mínimos convenidos por la sociedad, practicantes de la sensatez aboliendo concesiones y exenciones emitidas bajo el influjo embriagante del dinero, multimillonarios repartiendo los recursos acaparados a través de la esclavitud legitimada, funcionarios públicos reestructurando la operatividad corrupta y enviciada del aparato policial, representantes políticos actuando por la mayoría en vez de la minoría, defensores de la producción infinita y el crecimiento perpetuo del capital entrando en razón, opositores a las libertades civiles cesando prédicas moralinas y sentenciosas, vejadores de animales liberándolos con todo el arrepentimiento del mundo, gurúes motivacionales confesando la ignorancia de sus sermones alimentados por el beneficio propio, sacerdotes y eminencias eclesiásticas reconociendo la veracidad de las atrocidades cometidas por “los enviados de Dios”. No hubo un solo individuo que no estuviera afligido por su comportamiento ni una sola alma indispuesta a enmendar sus errores. Thot, el llamado “dios de la sabiduría”, sentenció: “Hemos ejercido con erudición, y los resultados lo constatan. Estas pobres criaturas no desean el mal, simplemente carecen de la inteligencia suficiente como para considerar las implicaciones de sus actos. La estupidez no es motivo para merecer la extinción”. Los dioses restantes asintieron satisfechos, aunque conscientes de que el tiempo borra de la memoria incluso las heridas más profundas.


Esa generación de seres humanos vivió en paz y armonía, siempre atenta al dolor provocado al prójimo, independientemente del pedazo de tierra en el que nació, la edad, la posición socioeconómica, el tono de piel o incluso la especie. Sin embargo, la siguiente generación solamente aprendió a ser honesta y sensible a través de la imposición cultural, en vez de la sensación infernal del tormento autoinfligido, y la generación subsecuente ya renegaba las enseñanzas de antaño. Los dioses observaban rigurosamente, esperando el fatídico pero muy necesario día en el que habrían de extinguir a una de las especies más agresivas, posesivas, sanguinarias y codiciosas jamás creadas, en pos del bien universal. El destino estaba sellado, y era cuestión de tiempo para que las cosas volvieran a ser como siempre tuvieron que ser.

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