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La soledad del escritor

Cuenta la leyenda que el día en el que Victor Hugo murió, todos los prostíbulos de París cerraron, ya que todas las meretrices se encontraban en los Campos Elíseos lamentando la muerte del escritor. Victor Hugo tenía cinco hijos y estaba casado con Adèle Foucher, su vecina y novia de la infancia. Aún así, era conocido por frecuentar burdeles y lupanares.


Este no fue un caso aislado en la escritura: Franz Kafka, James Boswell, el marqués de Sade, Hans Christian Andersen, Ernest Hemingway, Charles Baudelaire, Oscar Wilde, Friedrich Nietzsche, León Tolstói —que, mesuradamente, recomendaba visitar el prostíbulo “solo dos veces al mes”—, y la lista sigue y sigue. Claramente, hay un patrón. Sin embargo, ese no es el único comportamiento repetitivo, pues todos los escritores antes mencionados también sufrían depresiones severas, alcoholismo y tendencias suicidas. El escritor no es un cachondo perverso que busca compañía sexual, es un humano solitario con problemas mentales.


¿Qué es más probable, que el escribir lleve a la tristeza o que sea el caso contrario? A mi parecer, la tristeza, ineludiblemente, lleva a la creación artística, a plasmar sentimientos y emociones en las letras, en los cuadros, en la música, a gritar desesperadamente a través del arte. El artista, antes de llegar a serlo, es dolor, es soledad, es desconsuelo y es fatalidad, y solamente a través del ejercicio sensible de la creación transmuta su sentir en algo magnífico, en algo que trasciende las épocas y las civilizaciones. El escritor está hecho pedazos, y cada pedazo cuenta una historia desgarradora y flagelante.


Cuando nadie te escucha, cuando nadie presta atención a lo que dices pero tienes mucho qué decir, solamente queda el papel, esas cuatro paredes que todo lo oyen y que nada juzgan. Las letras te permiten confesarte, liberarte, reír y llorar, volar y caer. Puedes crear mundos propios, asesinar, fingir que la justicia existe, amar sin temor al rechazo, a la decepción, a la pérdida. Por unos momentos, aparentas que todo está bien, que ha pasado, que no hay cosa mala en el mundo, que la reciprocidad es norma y que el vivir asimila la trayectoria de un boomerang, y no la de un objeto cayendo al vacío. En suma, el escritor escribe porque la soledad lo obliga.

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