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Mi monstruo, mi amigo

Nunca he estado solo: me has acompañado desde que tengo memoria. Llegaste un mal día de la infancia, uno de aquellos en los que me encontraba desbordado por la negligencia ajena y la soledad. Habrá quienes digan que careces de educación, ya que jamás te presentaste y, sin saber detalle alguno sobre mí, decidiste socorrerme por el resto de mis días; sin embargo, lo que aquellas criaturas tardan en comprender es lo mucho que se te dificulta fraternizar y relacionarte, de ahí tu preferencia por las personas abandonadas. En ese sentido, tu existencia es un reflejo y una maldición, una descripción fiel de lo que soy además de un retrato confiable del porvenir.


Acostumbrar la tristeza es la manera de invocarte: buscas seres frágiles a quienes proteger. Tu aspecto desaliñado y bestial siembra pánico y repulsión, mas tus acciones evidencian la pureza de tu corazón y la inocencia que padeces. Todo monstruo nace empapado en divinidad, y son el tiempo y la gente quienes endurecen sus almas y cristalizan la ferocidad con la que atacan las bocas que le injurian a la vez que le temen. La incomprensión e ignorancia devienen en ofensas e improperios, por eso el mundo está lleno de ellos.


Con el paso del tiempo, la incomodidad inherente a tu intrusión se tornó en intimidad obligada: el forastero era más sangre de mi sangre que mi propia sangre. Se concede respeto y dulzura a quien se lo gana, no a quien ostenta un título que pretende cercanía. De ti aprendí a soportar el aislamiento perpetuo, los prejuicios que asimilan cuchillos perforando mi carne, los gritos y los golpes de quien jura haberme traído al mundo para amarme, la alevosía de la pareja experta en mentir, ocultar y confundir, la hipocresía de aquella persona que ofrece flores con un mano y acribilla con la otra… me preparaste para vivir. Son tus enseñanzas las que me han mantenido a flote en este mar de injusticias, traiciones y falsedades. Debido a eso, no hay partícula en mi ser cuya naturaleza sea diferente a la del agradecimiento, porque tu trato manso enromó los aguijones y las espinas sobre las que inevitablemente tuve que caminar.


¡Oh, mi viejo amigo! Es hora de que nuestros caminos se bifurquen, por el bien tanto tuyo como mío, pues yo no puedo seguir dependiendo de tu apacible cobijo y tú no puedes continuar protegiéndome cual vástago. Has hecho de mí un hombre y todo logro alcanzado, toda meta finalizada llevará tu recuerdo impregnado. Mentiría si dijera que podré olvidarte; te estaría engañando cruelmente si manifestara que mis actos son únicamente míos, cuando escucho tu voz en todo momento, aconsejándome y salvaguardándome. Son tus palabras las que resuenan en el eco de la eternidad, y cuando más te extrañe, cuando anhele tu siempre reconfortante compañía, sabré que estarás en algún lugar olvidado por Dios, dedicándole afecto compasivo a otra alma en pena.


Adiós, viejo amigo, viejo guardián, te libero de las cadenas autoimpuestas, y con un beso en la frente te abrazo una y mil veces, esperando que jamás abandones el recuerdo de este pobre niño destrozado que transformaste en tronco resiliente. Adiós, mi querido. Adiós…

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