Actualizado: 26 dic 2020
El siglo XIX fue un siglo de grandes cambios; por un lado, tenemos avances nunca antes imaginados en la industria, consecuencia de la Revolución Industrial, y por el otro, tenemos cambios políticos, originados por las revoluciones burguesas. Estos cambios no se dieron de la noche a la mañana, ni surgieron del culo de Satanás, sino que siguen un camino fácilmente rastreable desde finales del siglo XVIII, y esa será mi tarea en este post, para el cual utilicé el libro Nacionalismo y cultura, de Rudolf Rocker, un anarquista alemán bastante parecido al Coronel Sanders.

Todo comienza con el Romanticismo, una corriente de pensamiento que se origina a finales del siglo XVIII, en Alemania y Reino Unido, como contracorriente al hasta ahora imperante Siglo de las Luces, o Racionalismo. Esta ideología hacía alusión a las lenguas romances, para simbolizar que cada nación toma un camino diferente a la homogeneidad previamente establecida en la Antigüedad Clásica por el latín; esto quiere decir: "yo alemán concibo el mundo de manera diferente que tú inglés, por tanto soy diferente".
Ésa es una de las características esenciales del Romanticismo, el hecho de responderle al Racionalismo "Ok, tú muy bien con tus derechos universales y pensamiento democrático, pero yo quiero mi individualidad, ¿vale? No me mezcles con los demás", de manera que el Romanticismo convierte a cada nación en entidades independientes, con sentimientos y pensamientos propios, definiendo la constitución mental de los sujetos por su mero nacimiento en uno u otro pedazo de tierra.
Otra propiedad inseparable del Romanticismo es la exaltación de la libertad, pues era la vía idónea para confirmar la individualidad. Y la última particularidad, pero no menos importante, es la preponderancia de los sentimientos sobre la razón para conocer e interpretar la realidad y el mundo que nos rodea.

Esta separación dio como resultado una ingente cantidad de expresiones artísticas propias de cada nación, cada una con su característica sepa de genios: Francia tenía a Eugene Delacroix y Théodore Géricault en la pintura, así como Inglaterra tuvo a Joseph W. Turner, Alemania a Caspar D. Friedrich y España a Francisco de Goya; en la literatura, el mundo conoció figuras de la talla de Víctor Hugo y Chateaubriand en Francia, Lord Byron en Inglaterra, Goethe en Alemania, Bécquer y de Espronceda en España; y en cuanto a la música, surgieron exponentes como Chopin, Schumann, Wagner y Schubert en Alemania, o Verdi en Italia. Jamás en la historia de la humanidad se había visto tanta creación artística, y en parte se debía a la creciente economía, resultado de la urbanización en las ciudades y el incipiente capitalismo que pronto vendría a masacrar nuestro bello planeta, gg.
Todas las características previamente descritas del Romanticismo, junto con políticas recién instauradas en cada nación-Estado, originaron el Nacionalismo, a principios del siglo XIX. Surgieron dos corrientes: el nacionalismo liberal, que defendía movimientos revolucionarios, la libertad y la independencia de los pueblos, y el nacionalismo conservador, que veía a los pueblos como entidades históricas ya concebidas, que se manifestaban mediante las costumbres e instituciones tradicionales.
El nacionalismo liberal decía: el camino es la voluntad y compromiso de los individuos para convivir pacíficamente y ser regidos por instituciones y costumbres comunes. O sea, que cada persona aceptaba de manera consciente ser parte de una entidad política a través de un pacto social. Este tipo de nacionalismo se desarrolló, principalmente, en Italia y Francia, y fue muy influido por el pensamiento de la Ilustración (o Racionalismo, que, como ya vimos, era contrario al pensamiento del Romanticismo).
El nacionalismo conservador decía: no, el camino son la religión y las políticas del Antiguo Régimen (el sistema de gobierno previo a la Revolución Francesa; monárquico, vaya). Aquí, "la voluntad de los pueblos" era un reflejo de la herencia histórica: una lengua, una cultura, un territorio y unas tradiciones comunes; no había que cambiar nada, pues la identidad de la nación ya estaba definida por el pasado. En este nacionalismo, ningún individuo aceptaba de manera consciente algún tipo de pacto social, pues la nación estaba por encima de ellos y se entendía que debían someterse al régimen por el bien común, así que si nacías siendo alemán, morirías siendo alemán, sin oportunidad de elegir o cambiar. Se dio, mayoritariamente, en las entidades de Europa Central, que resultaron en la unificación alemana, como el Imperio austriaco y el Reino de Prusia. (Conociendo esto, no debería sorprendernos que un siglo después se diera el nacionalsocialismo en lo que por ahora sería el Imperio alemán).

A estas alturas del siglo XIX, ya había varias entidades bien definidas y diferenciadas de otras que habían demarcado su identidad nacional, como España, Reino Unido, Francia, Holanda, Portugal, Estados Unidos, y algunas repúblicas hispanoamericanas; sin embargo, había muchos otros pueblos que carecían de Estado propio, como los belgas, subyugados a Holanda, los polacos, integrados al Imperio ruso, o los balcánicos, absorbidos por el Imperio otomano, de manera que aquellos pueblos que carecían de individualidad, la buscaban con fervor (porque, vaya, querían dejar de estar sometidos a una nación soberana).
En estos últimos pueblos, los que carecían de un Estado, hubo dos fenómenos sociales: en aquellos donde la pluriculturalidad reinaba (lugares en los que habitaban personas de diferentes naciones, con disparidades étnicas, religiosas o lingüísticas, sometidas por una misma entidad), se dio una fuerza disgregante, como en el Imperio astrohúngaro y en el otomano, formando Estados-nación como la República Checa, Eslovenia y Croacia en el primero y Turquía, Irán y Pakistán en el segundo; y el segundo fenómeno se dio en aquellos territorios en donde el pueblo era culturalmente homogéneo pero separado en múltiples entidades, generando una fuerza aglutinadora, como fue el caso de Alemania (dividida en múltiples ducados, como los del Sacro Imperio Romano Germánico o los Ernestinos) o de Italia (dividida en dinastías, como los Habsburgo o los Borbones).

Este nuevo sentimiento de pertenencia o identificación a una nación concreta fue impulsada por los gobernantes al mando de cada nación gracias a la delimitación de los rasgos particulares que definían a cada pueblo, generando cohesión entre aquellos que cumplieran con esas características y creando enemigos exteriores en todas las personas que no las cumplieran. Es aquí donde surgen los símbolos nacionales: las banderas, los idiomas o lenguas vernáculas, himnos, personajes, etc., que pretenden difundir los valores históricos de cada país. Todo lo cual llevó a la adaptación (o tergiversación, más bien) histórica de los documentos para favorecer el nacionalismo, y así los jóvenes aprendieran en la escuela a vivir y morir por la patria, así como a adorar a aquellos que dieron su vida por ella.
Creo que está de más advertir lo peligroso que es este sentimiento nacionalista, pues ya tenemos como ejemplo prácticamente cualquier guerra del siglo XX, desde la Segunda Guerra Mundial hasta la Segunda Guerra del Golfo (o Guerra de Irak); el problema está en separarse del resto, en crear diferencias, en verse como más que el Otro.
Rudolf Rocker escribe: «Todo nacionalismo es reaccionario por esencia, pues pretende imponer a las diversas partes de la gran familia humana un carácter determinado según una creencia preconcebida. También en este punto se manifiesta el parentesco íntimo de la ideología nacionalista con el contenido de toda religión revelada. El nacionalismo crea separaciones y escisiones artificiales dentro de la unidad orgánica que encuentra su expresión en el ser humano; al mismo tiempo, aspira a una unidad ficticia, que solo corresponde a un anhelo; y sus representantes, si pudieran, uniformarían en absoluto a los miembros de una determinada agrupación humana, para destacar tanto más agudamente lo que la distingue de los otros grupos».
Es por eso que soy partidario de la filosofía de libre mercado anarquista, porque por más utópico que le suene a aquellos que no se pueden imaginar en un mundo sin someterse a dogmas, instituciones o Estados soberanos, un mundo libre, para mí, lo que el humano ha buscado a lo largo de toda su historia ha sido la libertad, y el anarquismo es el único sistema que ofrece igualdad a todos sus miembros, mientras que el libre mercado, al menos en teoría, ofrece la oportunidad equitativa de invención y remuneración (para leer acerca de los males del capitalismo y del libre mercado, picar aquí); el problema con el anarquismo es el acuerdo mutuo de respetar nuestros derechos (ésa es la parte utópica), pero ya será tema para otra ocasión.
A manera de conclusión: el nacionalismo es un mal que corroe nuestros tiempos, ¿por qué?, porque tenemos naciones-Estado capitalistas drenando recursos de naciones-Estado subdesarrolladas, empleando mano obrera infantil (debido a que carecen de recursos económicos y necesitan comer para sobrevivir) por míseras pagas, y todo esto a manera de "outsourcing", pues una nación desarrollada jamás pondría a sus chamacos a trabajar, o explotaría sus recursos naturales, porque qué pena vivir en un país de esos. Además de las injusticias ambientales y económicas, tenemos el racismo (recuerden, no existen las razas), la discriminación, y demás problemas sociales que afectan a los sectores más vulnerables de la población. El nacionalismo es una idea vetusta, arcaica, de control; es una manera de generar sentimiento de pertenencia social, cosa que desapareció con la globalización, pues ahora somos ciudadanos del mundo. Debemos desechar esa idea por perniciosa y retrógrada.